La siguiente es una historia que se repite en casi todas las universidades. Educadores tiranos que hacen de la frase ¡la piedra contra el huevo! un estilo de vida. Ángel García, periodista de profesión, es el valiente autor del siguiente articulo. Uno de los pocos estudiantes que se atreve a denunciar a estos monstruos, enviados de las tinieblas que se aprovechan de su investidura de maestros para reflejar su verdadera personalidad.
Su histriònica personalidad, sus comentarios racistas, su costumbre de hablar en tercera persona para referirse a sí mismo y su falsa creencia de que es un excelente profesor, describen a la perfección a Rolando Lima Tapia.
Procedente de un campo del Sur, “el maestro” como suele autodenominarse, arrastra consigo toda una serie de prejuicios y frustraciones que nos lleva a creer que está concursando para ganar una beca en el psiquiatra.
Sin un ápice de respeto hacia los estudiantes, Lima Tapia se ha ganado el desprecio de gran parte del estudiantado de Comunicación Social, algunos lo califican de loco, otros de pedante y egocéntrico.
Cuando le conocí cursaba el tercer cuatrimestre; yo, un estudiante con muchas inquietudes, él, un profesor prejuicioso. Recuerdo que en la segunda semana de docencia hizo retirar a una joven de la clase, pues cuando el preguntó que quienes habían estudiado el material asignado el primer día; ella, la única que había asistido, manifestó no haberlo hecho pues las letras eran muy pequeña. Su confesión provocó una efervescente polémica en la que aparecieron epítetos que nunca pensé que un catedrático podría dirigir contra un estudiante: “Mediocre, vulgar, analfabeta…”, fueron algunos de los menos obscenos.
Al cabo de media hora de irrespeto a la bachiller y a la sección, le dijo que retirara la materia, que si se quedaba quemaría la asignatura…, jamás la volví a ver.
Desde la primera semana de docencia el “Maestro” pone clara las reglas del juego: “El que me llegue tarde se queda ausente, prohibido hablar por teléfono en el aula, aquí no se come chicle, deben sentarse erguidos y respetar la solemnidad del salón. Ese código solo lo puedo violar yo, pues quien hizo la ley también hizo la trampa”, decía mientras masticaba algún Trident, según él, la única goma de mascar que come.
En sus intervenciones siempre salen a flote su elevada admiración por los norteamericanos; en su opinión la mejor nación del mundo, sus prejuicios contra los negros y su fijación por quienes considera los dos más grandes dominicanos que ha parido la historia: Joaquín Balaguer y Leonel Fernández. Al segundo dice haberle conocido cuando este impartía docencia en la Escuela de Comunicación y desde ese momento supo que Fernández estaba predestinado para algo grande.
A pesar de sus constantes reiteraciones de no ser político, aprovecha la más mínima ocasión para hablar de Leonel y su deseo de que llegue el 2016 para verle gobernar nuevamente. Parece emocionarse mientras describes las virtudes de Fernández.
Su falta de respeto hacia los demás le ha llevado hasta el extremo de burlase de los estudiantes discapacitados: “Escuchemos al cieguito, dejen pasar al cojo”, no se dirige a ellos sin recordarles sus deficiencias. El colmo de lo colmo fue cuando colocó un recipiente de refresco bajo la butaca de la estudiante Eloisa Balbuena, quien es no vidente, cuando la joven movió sus piernas el envase cayó al piso. Contento por la proeza realizada se le escuchó decir, “que cochina es la cieguita miren como deja la basura en el suelo”, a seguida una carcajada para celebrar el chiste que había hecho.
Cualquiera se sorprendería al escuchar que una persona así pueda ser creyente, pero de su propia voz ha salido: “Yo creo en Dios, la virgen de la Altagracia y en las 21 divisiones”.
Por alguna extraña razón siempre estuve entre sus estudiantes predilectos, decía que yo era uno de los teoriquitos de la carrera. Tras enterarse de que me había ganado un premio Funglode por un reportaje publicado en Listín, sus adulaciones hacia mí aumentaron. Siempre estuve consciente que en algún momento tendría que enfrentarlo y decirle sus verdades. Recordarle en plena aula que habíamos ido a recibir docencia y no a oírle hablar de Leonel precipitó el anunciado encuentro, él decía y yo respondía, aquel fue un episodio digno de recordar, al cabo de media hora todavía seguíamos discutiendo.
Luego de recordarme quienes eran sus progenitores y la fiereza de sus orígenes, confesó no tenerme miedo, casi desafiándome en medio del aula. Alterado, aparentemente nervioso, fuera de sí, el maestro se había hecho “fuera de cajón” como diría su admirado Balaguer.
A partir de aquel día jamás volvió a llamarme por mi nombre, ahora me llamaba igual que a todos los estudiantes, “bachiller”. No se atrevía a mirarme a los ojos mientras participaba en la clase. Mi osadía me hizo ganar el menosprecio del maestro, el rechazo de quienes me veían como un rebelde sin causa y la admiración de unos pocos que entendían que hice lo correcto.
Wow! Sé que ha pasado muchísimo tiempo, pero soy estudiante de comunicación y quiero decir que me encanta tu forma de escribir, en serio, me atrapaste con tu historia.
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